Entre los nuevos partidarios del centralismo democrático, que son otra vez legión, corre una nueva consigna: hay que reír. Parece que la contracción espasmódica de los músculos faciales tiene efectos saludables sobre la producción de endorfinas humanas y sociales. De la observación más superficial saco yo en cambio nefastas conclusiones: los pueblos que se ríen mucho pasan hambre, excepto, claro, cuando están ya a punto para el hoyo. Frontera jodida que va de la risa al pasmo más inexpresivo. Mira que hay consignas estúpidas. No es que tenga nada contra la risa cuando viene al caso, pero no creo que convenga forzar tanto a la naturaleza. Si nos atropella, pongamos por caso, un coche en la vía pública, lo conveniente es lo que nos pide el cuerpo: pegar un grito inhumano, bien para advertir al atropellador de que estamos ahí, bien para que los viandantes recojan nuestros restos. Si, por ejemplo, pedimos en un restaurante una merluza y un amable camarero nos trae un pescado que hiede, no le daremos un puñetazo al camarero, pero tampoco nos partiremos de risa. Agradeceremos las amabilidades y, con la misma amabilidad, le pediremos que retire la pescada y nos traiga algo comestible (por favor), y si el camarero se pone pesado y nos asegura que el animal todavía coleaba el día anterior, que es como decirte come y calla, retiraremos de inmediato todas las amabilidades y pondremos cara de estar cabreados, porque lo estamos. Sonreír al coche que nos atropella o comerse con alegría el pescado podrido es un atentado contra nuestro instinto de supervivencia que, se mire como se mire, es un instinto muy respetable. Hay ejemplos infinitos, pero convendría que recordáramos uno de nuestra historia más reciente: aquel "sonría, por favor" que se convirtió en pegatina de seiscientos allá por los años sesenta y setenta del pasado siglo. Con aquellas sonrisas a cuestas permitimos que "nuestro" ministerio de información y turismo convirtiera la tortilla de patatas en tortilla española, las faves ofegades en habas a la catalana, y mucho más y mucho peor, muy sonrientes permitimos que aquellos "inventores" de platos regionales vendieran por cuatro perras las costas y los interiores y los convirtieran en retrete público. Jaja, qué risa. Si les hubiéramos arrancado a tiempo los dientes de reír con las tenazas de nuestra mala leche ancestral, otro gallo nos cantara. ¿Seríamos más ricos? No sabemos, pero al menos no tendríamos esta cara de pringaos. Pero no escarmentamos. Ya estamos otra vez con el disco rallado del optimismo. Yo no oigo otra cosa. Hay que estar alegres y acordarse de todos los remedios ocultadores de penas, desde el evangélico de poner la otra mejilla al proverbial "a mal tiempo buena cara". La sonrisa, la risa y el silencio. De la hienas. Pero a mí no me gusta la carroña, y cuando no me queda más remedio que comerla, me dan arcadas.
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